Then the traditional haggling, which is fully expected throughout the Middle East, began. We easily talked his demand for fifty shekels down to thirty. But then, probably because of our English accents, the going got rough. Try as we might, the seasoned seller wouldn’t budge any lower. So we resorted to an old tried-and-true bargaining ploy. We upped and left.
Sure enough, as we were fingering his neighbor’s red-string bracelets and blue-eyed jewelry, amulets against the Evil Eye, the bell keeper changed his tune, “Twenty shekels,” he called out loudly, “you can have the bells for twenty shekels….” Cash exchanged hands, and all sides were happy. Bells in hand, we pressed on.
Entonces el tradicional regateo, que es totalmente común en Oriente Medio, comenzó. Fácilmente conseguimos llevar su precio inicial de cincuenta shekels hasta treinta. Pero entonces, probablemente a causa de nuestros acentos ingleses, todo se hizo más complicado. A pesar de nuestros intentos, el experimentado vendedor no se movió ni un ápice. Finalmente decidimos recurrir a una vieja estratagema de negociación, aumentamos la cuantía y nos fuimos.
Efectivamente, cuando estábamos probándonos las pulseras de cuero rojo y las joyas con piedras preciosas azules, amuletos para el mal de ojo, de su vecino el vendedor de las campanas cambió el tono de su voz, “Veinte shekels”, nos gritó, “podéis quedaros las campanas por veinte shekels…” Cuando el dinero cambió de manos ambas partes estaban contentas. Una vez que teníamos las campanas seguimos adelante.
Overhead, graceful overhead arches blocked the sun (and prevented cell phone conversations), but the afternoon heat, fueled by the sheer number of shoppers, only intensified. The air, redolent with exotic spices, honeyed Arabic pastries, and succulent grilled meats, became thicker. Street cats slithered by searching for sustenance.
Christian pilgrims, plying the Stations of the Cross, paused as a cacophony of church bells pealed out from all dominations and all directions. A bevy of Jewish seminary students, wrapped in prayer shawls, hurried toward the Western Wall. And the plaintive voice of muezzins rose eerily above it all, calling the faithful to prayer.
Sobre nuestras cabezas, los arcos bloqueaban el sol (y evitaban el uso de teléfonos móviles), pero el calor de la tarde junto con el gran número de compradores cada vez era más intenso. El aire, impregnado por olores de especias exóticas, repostería árabe de miel y suculentas carnes a la parrilla se hizo más pesado. Los gatos callejeros se paseaban en busca de alimentos.
Los peregrinos cristianos, que recorrían las Estaciones de la Cruz, se detuvieron cuando las campanas de la iglesia comenzaron a sonar desde todos los dominios y en todas direcciones. Un grupo de seminaristas judíos, envueltos en chales de oración, se apresuraron hacia El Muro de las Lamentaciones. Y la voz quejumbrosa de los muecines se alzó misteriosamente por encima de todos los demás sonidos, llamando a los fieles a la oración.